Los Músicos
- Kevin Sullivan
- 17 abr 2003
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 may 2023
Los niños daban largos paseos por el campo marciano. De cuando en cuando abrían las olorosas bolsas de papel y metían allí las narices, y respiraban el penetrante aroma del jamón y de los encurtidos con mayonesa y escuchaban el gorgoteo de la naranjada gaseosa en las botellas tibias. Balanceaban las bolsas de comestibles, repletas de cebollas verdes, acuosas y limpias, de olorosas salchichas, de roja salsa de tomate y de pan blanco, y se desafiaban mutuamente a desobedecer las órdenes severas de las madres. Corrían gritando: -¡El primero se lleva todo! Paseaban en verano, en otoño o en invierno. En otoño era más divertido, pues imaginaban entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra. 93 Los niños de ojos de ágata azul, con las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose órdenes teñidas de cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas de los canales. Cuando llegaban a la ciudad muerta, a la ciudad prohibida, ya no era hora de gritar: «¡El último que llegue es una mujer!» o «¡El primero que llegue hace de músico!». Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño. Avanzaban imponiéndose silencio, unidos codo con codo, agitando sus Palos, recordando que sus padres les habían dicho: «¡Allá no! ¡A ninguna de las ciudades viejas! Cuidado adónde vas. Recibirás la paliza más grande de tu vida cuando vuelvas a casa. ¡Te miraremos los zapatos!». Allí, en la ciudad muerta, un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a los otros, con agu dos cuchicheos. -¡Aquí no hay nada! Y de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa d piedra más próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras y quebradizas, finas como j rones de un cielo de medianoche, volaban por el aire. Detrás d ese niño corrían otros seis, y el primero hacía de músico, tocando los blancos huesos xilofónicos que yacían bajo los copos cenicientos. Una enorme calavera aparecía a veces rodando, con una bola de nieve, y los niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa de sonidos apagados, y lo negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la arrastrad danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre la hojas, en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa. Y salían de una casa para entrar en otra, y así visitaban diecisiete casas, recordando que los horrores de todas las ciudades negra serían eliminados por los bomberos, guerreros antisépticos arma dos de palas y cajones, apartando con las palas los andrajos d ébano y las barras de menta de los huesos, separando lenta y eficazmente lo terrible de lo normal. De modo que los niños tenía que jugar de prisa, ¡pues muy pronto llegarían los bomberos! Luego los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas. Las madres les examinaban los zapatos en busca de copos negros, y una vez descubiertos, venían los baños calientes y las palizas paternas. A fines de ese año, los bomberos habían ras
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